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martes, 9 de junio de 2015

De Álvaro Mutis, unos poemas para re-leer muchas veces




CADA POEMA



Cada poema un pájaro que huye
del sitio señalado por la plaga.
Cada poema un traje de la muerte 

por las calles y plazas inundadas 

en la cera letal de los vencidos. 

Cada poema un paso hacia la muerte,
una falsa moneda de rescate,
un tiro al blanco en medio de la noche 

horadando los puentes sobre el río,
cuyas dormidas aguas viajan 

de la vieja ciudad hacia los campos 

donde el día prepara sus hogueras.
Cada poema un tacto yerto
del que yace en la losa de las clínicas, 

un ávido anzuelo que recorre 

el limo blando de las sepulturas.
Cada poema un lento naufragio del deseo,
un crujir de los mástiles y jarcias
que sostienen el peso de la vida. 

Cada poema un estruendo de lienzos que derrumban
sobre el rugir helado de las aguas 

el albo aparejo del velamen. 

Cada poema invadiendo y desgarrando 

la amarga telaraña del hastío. 

Cada poema nace de un ciego centinela 

que grita al hondo hueco de la noche 

el santo y seña de su desventura. 

Agua de sueño, fuente de ceniza, 

piedra porosa de los mataderos,

madera en sombra de las siemprevivas, 

metal que dobla por los condenados, 

aceite funeral de doble filo,
cotidiano sudario del poeta,
cada poema esparce sobre el mundo 

el agrio cereal de la agonía.


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UNA PALABRA


Cuando de repente en mitad de la vida llega una palabra jamás antes pronunciada,
una densa marca nos recoge en sus brazos y comienza el largo viaje entre la magia recién iniciada,
que se levanta como un grito en un inmenso hangar abandonado donde el musgo cobija las paredes, entre el óxido
de olvidadas criaturas que habitan un mundo en ruinas, una palabra basta,
una palabra y se inicia la danza pausada que nos lleva por entre un espeso polvo de ciudades,
hasta los vitrales de una oscura casa de salud, a patios donde florece el hollín y anidan densas sombras,
húmedas sombras, que dan vida a cansadas mujeres.
Ninguna verdad reside en estos rincones y, sin embargo, allí sorprende el mudo pavor
que llena la vida con su aliento de vinagre-rancio vinagre que corre por la mojada despensa de una humilde casa de placer.
Y tampoco es esto todo.
Hay también las conquistas de calurosas regiones donde los insectos vigilan la copulación de los guardianes del sembrado que pierden la
voz entre los cañaduzales sin límite surcados por rápidas acequias y opacos reptiles de blanca y rica piel.
¡Oh el desvelo de los vigilantes que golpean sin descanso sonoras latas de petróleo
para espantar los acuciosos insectos que envía la noche como una promesa de vigilia!
Camino del mar pronto se olvidan estas cosas.
Y si una mujer espera con sus blancos y espesos muslos abiertos
como las ramas de un florido písamo centenario,
entonces el poema llega a su fin, no tiene ya sentido su monótono treno
de fuente turbia y siempre renovada por el cansado cuerpo de viciosos gimnastas.
Sólo una palabra.
Una palabra y se inicia la danza
de una fértil miseria.


un colombiano de inventario 

para reconocernos en sus palabras, por ejemplo en el poema del viaje: 


Desde la plataforma del último vagón
has venido absorta en la huida del paisaje.
Si al pasar por una avenida de eucaliptos
advertiste cómo el tren parecía entrar
en una catedral olorosa a tisana y a fiebre;
si llevas una blusa que abriste
a causa del calor,
dejando una parte de tus pechos descubierta;
si el tren ha ido descendiendo
hacia las ardientes sabanas en donde el aire se queda
detenido y las aguas exhiben una nata verdinosa,
que denuncia su extrema quietud
y la inutilidad de su presencia;
si sueñas en la estación final
como un gran recinto de cristales opacos
en donde los ruidos tienen
el eco desvelado de las clínicas;
si has arrojado a lo largo de la vía
la piel marchita de frutos de alba pulpa;
si al orinar dejaste sobre el rojizo balasto
la huella de una humedad fugaz
lamida por los gusanos de la luz;
si el viaje persiste por días y semanas,
si nadie te habla y, adentro,
en los vagones atestados de comerciantes y peregrinos,
te llaman por todos los nombres de la tierra,
si es así,
no habré esperado en vano
en el breve dintel del cloroformo
y entraré amparado por una cierta esperanza.
.0

CITA

Bien sea en la orilla del río que baja de la cordillera

golpeando sus aguas contra troncos y metales dormidos,

en el primer puente que lo cruza y que atraviesa el tren

en un estruendo que se confunde con el de las aguas;

allí, bajo la plancha de cemento,

con sus telarañas y sus grietas

donde moran grandes insectos y duermen los murciélagos;

allí, junto a la fresca espuma que salta contra las piedras;


allí bien pudiera ser.

O tal vez en un cuarto de hotel,

en una ciudad a donde acuden los tratantes de ganado,

los comerciantes en mieles, los tostadores de café.

A la hora de mayor bullicio en las calles,

cuando se encienden las primeras luces

y se abren los burdeles

y de las cantinas sube la algarabía de los tocadiscos,

el chocar de los vasos y el golpe de las bolas de billar;

a esa hora convendría la cita

y tampoco habría esta vez  incómodos testigos,

ni gentes de nuestro trato,

ni nada distinto de lo que antes te dije:

una pieza de hotel, con su aroma a jabón barato

y su cama manchada por la cópula urbana

de los ahítos hacendados.


O quizá en el hangar abandonado en la selva,

a donde arrimaban los hidroaviones para dejar el correo.

Hay allí un cierto sosiego, un gótico recogimiento

bajo la estructura de vigas metálicas

invadidas por el óxido

y teñidas por un polen color naranja.

Afuera, el lento desorden de la selva,

su espeso aliento recorrido

de pronto por la gritería de los monos

y las bandadas de aves grasientas y rijosas.

Adentro, un aire suave poblado de líquenes

listado por el tañido de las láminas.

También allí la soledad necesaria,

el indispensable desamparo, el acre albedrío.

Otros lugares habría y muy diversas circunstancias;

pero al cabo es en nosotros

donde sucede el encuentro

y de nada sirve prepararlo ni esperarlo.

La muerte bienvenida nos exime de toda vana sorpresa.




Ilona llega con la lluvia
La Mansión de Araucaima






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